LUNA, LUIS
La poesía de Luis Luna se ha caracterizado hasta fecha reciente por la búsqueda de la levedad, la transparencia y una expresión de la experiencia poética muy ceñida, que no es, por supuesto, voluntaria, intencionada, sino necesaria y realmente sentida. Se vale, no exactamente de las menos palabras posibles, sino de las necesarias, que surgen de manera fluida y natural. Versos que brotan en un presente que queda fijo en el poema. Los giros y sorpresas que nos deparan los versos y las aparentes contraposiciones de las que sale la luz, abren al sorprendido poeta nuevos espacios. Luis Luna percibe la incapacidad de las palabras para expresar por sí mismas lo inefable, y les da la vuelta. Como escribió en anterior ocasión: «Aquí / la luz recibe nombres / que exceden / el lenguaje».
En este nuevo libro podemos comprobar que, si bien sigue fiel en esta línea, ha dejado atrás una primera etapa y desarrolla una profundización que todo verdadero poeta entiende o adivina que no tiene término. Los poemas son muy breves, como vislumbres fugaces pero penetrantes: relámpagos, que recibimos en ocasiones como golpes en pleno rostro. Y no los da el poeta, sino que es él mismo quien los recibe, y nosotros, en el momento de leerlos. Suponen descubrimientos de hechos o situaciones desconcertantes, o de obstáculos que cortan el camino e, impidiéndonos ver con claridad, nos incitan a hacerlo. El ver, entonces, consiste en percibir su imposibilidad. Se adivina que la solución está en un otro lado: «Las manos del hombre leemos están atadas a un centro que todavía no conoce, que no es capaz de intuir más que en el gesto insomne del espejo».
La sensación es de desconcierto, de desolación, de angustia, que no impide al poeta seguir adelante. El poema completa su sentido a la luz del libro en su conjunto. Los versos «Desolación y piedras / conforman un paisaje / que llamas / tu interior», por ejemplo, podemos entenderlos como evocación del interior del poeta o, mejor, como zona donde el poeta busca «una rama», un «asidero» donde agarrarse. Esa zona, a la que no sabemos dar nombre, se percibe después de que se haya desvanecido la membrana que separa el interior y el mundo exterior. Ahí todo cobra un significado distinto a lo que conocemos. Luz y oscuridad, temor y gozo, orden y un sentirte al borde del caos, ya no son contrarios.
La mejor poesía, en mi opinión, se escribe y se lee en esta situación. Y es signo de acierto poético que, a pesar de ello, se dé impresión de transparencia. Sin duda, debido al acierto en el lenguaje. Las sensaciones, tan lúcidas como oscuras y ambiguas, cobran luz en las palabras empleadas y en su asociación. En este lenguaje, la palabra cobra un valor autónomo que no es el usual de la vida cotidiana, y cada palabra adquiere una fuerza especial. Son el «asidero», la «rama», que buscaba el poeta para aferrarse.